Entrevista: Graciela Palella (2014)

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Esta entrevista* forma parte de una serie, acoplada a la exposición “Museo Caraffa – 100 Años. Notas desplegables”, que fuera inaugurada en marzo de 2014. Este programa de trabajo en curso se propone complejizar la visión del museo ofrecida en ese espacio expositivo, a través de las experiencias individuales y la capacidad reflexiva aportadas por los entrevistados.


Graciela Palella
Licenciada en Pintura y en Psicología; dirigió el Museo Caraffa entre 1986 y 1995. En sintonía con la profesionalización incipiente de la museología, su gestión se ocupó del estudio de públicos y la creación de nuevas áreas de trabajo, privilegiando el rol educativo de la institución.


Primeros años de gestión. La transición hacia un nuevo modelo organizacional
Asumí como directora del Museo Caraffa en setiembre de 1986. Recuerdo que en ese momento estaba a punto de llegar la muestra de obras de Pablo Picasso. El director saliente era Jorge Beltrán; yo estaba viniendo del Teatro San Martín, donde funcionaba la sede del Departamento de Artes Visuales. Al poco tiempo de asumida como directora, me pidieron que trajera a esta sede al resto del personal del Departamento de Artes Visuales, con todo lo que habíamos generado allá. Así que desde entonces hasta que salí de la conducción, a principios de 1995, el Departamento de Artes Visuales funcionó simultáneamente en la sede del Museo Caraffa. Todo ese personal del Departamento de Artes Visuales nuevo se integró a la planta permanente que ya existía; es decir, el personal que prácticamente sin modificaciones venía desde la gesión de Carlos Matías Funes. Para eso, y para darle al funcionamiento del museo una modalidad de áreas, con otras interrelaciones, fue necesario hacer un trabajo que encuadramos dentro de los conceptos de la metodología de cambio organizacional.
Para tener una referencia de cómo se dio este desarrollo, vale mencionar que hacia 1977, durante la gestión de Carlos Matías Funes, había por primera vez llegado al museo la posibilidad contar con tres cargos. Eran tres supervisiones que, en su momento, el director Funes categorizó como una supervisión técnica (confiada a Beatriz Rodríguez), una administrativa (encomendada a Luisa Bovadilla, licenciada en artes de la Universidad) y una pedagógica (que quedó a mi cargo). Todo el pequeño plantel de personal estaba entonces muy imbuido de cada uno de los objetivos de su actividad; había relaciones casi familiares (trabajábamos en un sótano, en un lugar muy pequeño, demasiados años juntos); eso había hecho un tejido muy importante, afectivo, que en términos operativos, laborales también generaba ciertas dificultades porque estaba todo muy personalizado, había dificultad para concebir el concepto de área. Al momento de hacerme cargo, había un malestar, un deseo de cambio que se estaba expresando como un malestar -eso era evidente-, y había un cuestionamiento a la autoridad. Entonces hacía falta incorporar teoría y experiencia para construir ese nuevo cuadro de cambio organizacional y lo hicimos alrededor de la pregunta «qué museo queremos», trabajando la idea de qué museo queremos nosotros, los que estamos adentro, y luego qué museo nos parece que pueden querer los que están afuera. Ese proceso fue largo (llevó casi un año y medio, dos años) y fue dificultoso. Hubo muchas resistencias; se trabajó generando muchas herramientas, en dinámica grupal, por ejemplo. Para eso fue necesario, fundamentalmente, formar un área de diseño en la que estuvo Gustavo Crembil y algunos otros compañeros que estaban a punto de recibirse de Arquitectura; poner incluso visualmente esta planta del museo en gran tamaño, para que el grupo trabajara, se identificara, se proyectara y poder hacer una transición de la tarea personalizada a la tarea en área.
Ese trabajo dio frutos importantes porque posteriormente nos sirvió para armar una especie de memoria donde quedó reflejada la voz de cada área (sus necesidades, sus experiencias, sus expectativas de desarrollo). Esa memoria fue elevada y se encomendó que fuera entregada a los arquitectos que fueran a diseñar el museo; porque sabíamos que muchas veces las intervenciones en las obras públicas se realizan a partir de modelos extranjeros u otros modelos y no siempre reparando realmente en información específica en relación a los usuarios. Eso también estuvo un poco atravesado por la muestra «Realidad y utopía»[1] que se hizo en el museo.
Por otra parte, ese entreteijdo de las áreas, era netamente interno, porque en términos de visión de la orgánica, nada se había modificado, no había cargos, no había nada.

Archivos, memoria institucional y posibilidades tecnológicas
Otro aspecto interesante a tener en cuenta de la transición entre gestiones es el momento en que se encontraba entonces la tecnología. Esto afectaba directamente al modo de construir las memorias, con tiempos que nunca eran suficientes para redactar los informes y para actualizar los inventarios con nueva información y las famosas «fichas» (que no sé si todavía existen). Ahí hay un punto que quisiera destacar de la gestión de Carlos Matías Funes y es que existía dentro del museo una fuerte presencia, a cargo de una especialista del archivo (que después fue directora de la Escuela de Archvología de la Universidad). Ella fue la que le dio una estructura (que a lo mejor todavía persiste), basada en cuatro fichas que corresponden a cuatro entradas que interrogan a la colección y la caracterizan. Cuando ella se fue del museo, empezó a haber una dificultad para visibilizar esa función; primero, porque había estado muy personalizada (aunque fuertemente apoyada por el director Funes) y, por otra parte, porque con la entrada de la democracia en 1984, una de las decisiones que tomamos (que por supuesto también respondía a un marco general superior de la Dirección de Actividades Artísticas), era que había que poder contactar a la institución a nivel nacional e internacional y que eso implicaba un permanente proceso de producción, de recepción, de salida de eventos, y ante lo estrecho del personal, las tareas internas tan importantes (como son las de generar un informe, mejorar las fichas, etc.), era un tema que siempre costaba. Era complicado; no teníamos todavía la informática. Quisiera señalar, sin embargo, pequeños intentos de incorporarla, durante mi gestión, tales como la experiencia del taller que se trajo en 1988 desde Buenos Aires a pedido nuestro (estaba funcionando en el Museo Nacional), dentro del Encuentro Nacional de Directores de Museos (ENADIM), que se hizo en Córdoba.
Otra muestra, que vino a través del Instituto Goethe, fue «Belleza en el caos».[2] Era una muestra específica sobre arte y computación que nos llevó, cuando vimos la posibilidad de la interacción, a querer trabajar en esa línea (claro que sin contar con las máquinas). Cuando este museo estaba por cumplir 85 años, nos propusimos hacer la memoria interactiva. Para eso contactamos a investigadores que estaban en el tema en la Universidad de La Plata, pero no se pudo concretar. A veces los contextos no ayudan; Córdoba no estaba todavía preparada para eso, aunque el proceso dentro de la institución ya se había iniciado.

La introducción de una nueva museología. El «observatorio de públicos» y la experiencia del taller infantil
A medida que las personas que estaban en cada área (todos ellos eran artistas o venían de carreras como arquitectura), fueron asumiendo su tarea, comenzaron a generar sus propios programas; pero para esto fue necesario un trabajo de concientización con la museología. Personalmente yo había recibido de forma asistemática, pero con constancia, de parte del director Funes, la idea de que existía una nueva museología. Cuando ya específicamente estuve a cargo del museo, intentamos formalizar más esa capacitación; de modo que por ejemplo, fuimos en grupo, varias veces, a la carrera de museología de La Plata, nos ocupamos de hacer cursos, de invitar a que se realizara acá el encuentro de directores, de hacer circular entre los empleados la revista Museum, de empezar a dialogar con la Facultad de Arquitectura (en la Católica y la Nacional estaban haciendo algunas tesis de arquitectura de museos) e ir problematizando desde cada punto de vista de área, una nueva construcción conceptual de qué es «público»; ya que para nosotros el criterio de la mera cuantificación no era suficiente. En ese punto, un mérito importante es haber armado el área de Comunicación, que tenía como referente a la licenciada Elena Di Lollo. Introdujimos el concepto de «observatorio de públicos», con lo cual aquello que antes era hacer la gacetilla de las exposiciones, se convirtió en un concepto de comunicación en varios sentidos. Junto con eso, logramos tener por primera vez una tienda en el museo; para lo cual fue necesario desplazar la biblioteca, darle mejores comodidades en otro lugar, y utilizar ese espacio (que estaba ubicado estratégicamente, vidriado, arriba) como observatorio, ubicando ahí a las personas que trabajaban en la parte de comunicación. Así surgió la idea, ya que necesitábamos datos objetivos, de hacer una encuesta dirigida a ver cuál era el imaginario del museo existente y cuál era la frecuencia de asistencia. Esto se concretó con la ayuda del Departamento de Estadísticas de la Universidad; se trabajó en el museo y en lugares públicos, como las peatonales y escuelas.
Todos esos intentos de sistematizar, de algún modo, hasta donde podíamos, con alguna ayuda disciplinar, científica, permeaba hacia el corazón de la institución e iba generando también posibilidades de desarrollo personal que se plasmaron después. […] Invitamos por ejemplo a una artista plástica, Miriam Miguez (que se desempeñaba en el área de títeres y que siempre se había caracterizado por planteos muy jóvenes; trabajaba el arte objetual, lo lúdico, etc.), a formar el taller de arte infantil. Este taller, que funcionaba los fines de semana en el subsuelo, llegó a tener mucha demanda, aún con las dificultades del caso. Habíamos visto estas experiencias en museos de Brasil, en donde existe un lugar específico para realizarlas; acá, cada fin de semana había que despejar, sacar cosas del subsuelo para instalarlo, con las consiguientes dificultades con el personal de limpieza… creo que a la larga no prosperó por eso. Estoy convencida, sin embargo, que es un área importantísima dentro de un museo. En nuestro caso, al poco tiempo de abrirlo (el taller duraba dos horas y funcionaba los sábados y domingos), empezamos a descubrir que los papás que traían a los chicos desde lejos, se quedaban; entonces ahí tuvimos la necesidad de generar otras actividades -además de las muestras. Empezamos a ver un proceso que, a partir de un programa puntual, infantil, articulaba con lo familiar y movilizaba otras áreas.
De modo que fue todo experimental; esto lo hablábamos claramente. Decíamos que el museo (como toda institución) debe tener siempre un área experimental; un área donde se crean los prototipos; lo que demanda, por parte de la conducción, una alta conciencia de los costos, porque los prototipos a veces fracasan, no siempre funcionan bien; pero que también, en términos generales, toda la comunidad de empleados debía desarrollar un alto grado de tolerancia a la incertidumbre. De alguna forma, podríamos decir que el estilo de conducción era viabilizar el ingreso de la investigación a través del interrogante; mantener una frecuencia alta de conexión de la institución con la trama nacional e internacional para equiparar la borradura que habían producido los años de dictadura, actualizarla y un objetivo que para nosotros fue muy claro y sentido, que era generar producción local. Entonces, creo que esa metodología por área hay que entenderla dentro de estos tres ejes de trabajo, sesgada por una situación que era bastante privilegiada (aunque difícil y compleja), que era, un plantel muy sólido de personal que tenía ya la tradición y el saber del museo, que hacía de contención fuerte; y este grupo de jóvenes que ingresaba y, que se estaba formando en museología. Todo esto se ve perfectamente en la programación (la programación en sala), porque estamos hablando un poco de lo interno, pero eso en realidad se reflejaba en las muestras retrospectivas, en las producciones locales, etc.

El proyecto pedagógico
El taller infantil que mencioné antes (a cargo de Miriam Miguez), acompañaba firmemente el proyecto pedagógico. Durante la muestra «Utopías», por ejemplo, el taller trabajó con arte de reciclaje, haciendo maquetas. Los chicos que venían al taller veían la exposición, hablaban con los referentes internos, hacían su interpretación, construían sus maquetas, y esas maquetas se sacaban a la vereda. En aquella etapa era muy común que mucha gente viniera al parque y bajara al atardecer a tomar los ómnibus por acá; entonces se encontraba con la exposición de los chicos, con sus maquetas o sus instalaciones de piedras pintadas; es decir que la conexión con el Museo Caraffa (difícil, con su arquitectura neoclásica, imponenente), se daba a través de estos embajadores que eran los niños del taller. Funcionaba perfectamente, porque los otros chiquitos venían del parque con sus papás y así se producía el encuentro.
Ese tipo de experiencias nos interesaban especialmente como una museología relacional que tuvimos que trabajar e ir aprendiendo. Había que pasar de aquello que durante muchos años habían sido las famosas visitas guiadas, a un concepto mucho más amplio de lo que es un área pedagógica o un servicio educativo y empezamos a ver que no alcanzaba con las visitas; porque si bien funcionaba que invitáramos escuelas (y las escuelas venían), empezamos a observar que los maestros entregaban el contingente al guía y eso no nos parecía que funcionara, porque pensábamos: ¿cómo se va a dar la retroalimentación en la escuela?, ¿cómo va a haber una cuestión de trabajo áulico posterior?; había algo que estaba fallando. Entonces, analizando la situación, empezamos a preguntarnos cuál era el imaginario del museo que tenían los maestros y lógicamente empezamos a ver que era necesario familiarizarlos con el museo; no que vinieran y nos encomendaran la escuela, sino que llegaran y conocieran por su nombre de pila a la bibliotecaria, al encargado de colección; es decir que se familiarizaran con la casa para poder ser ellos los anfitriones que traían a los chicos y nosotros, en todo caso, hacer el trabajo específico que hace un guía, brindarles información. Por otra parte, esto fue motivo de una reflexión que se estaba dando también a nivel nacional; la cuestión de qué abordaje seguir en cuanto a la visita guiada; porque pueden ser muchos: unos más enciclopédicos, unos más cronológicos, otros más enfocados en lo teórico-artístico […]. Nosotros estábamos muy interesados en el asesoramiento y la participación de una especialista que es psicóloga, que fue directora de la Escuela Figueroa Alcorta (estaba llevando en ese momento la cátedra de Pedagogía y había estado dos años en París especializándose en desarrollo de la creatividad para públicos amplios), a la que invitamos a trabajar. Entonces allí cruzamos otros abordajes para enriquecer las herramientas metodológicas y conceptuales del departamento educativo; entre ellas, por ejemplo, la maleta pedagógica, un recurso que se utilizó en la muestra dedicada a Pettoruti. [3]
Pero lamentablemente muchas cosas no se pudieron plasmar; o sea que valen como intención. Hay una cuestión, que es cuáles son los indicadores de evaluación de los programas, de las acciones; y ese es un punto que creo está pendiente todavía; siempre hay que ajustarlo, hay que revisar a fondo las categorías y evitar en lo posible recaer sobre la cuantificación. Sigo pensando (lo pensaba en aquel momento) que aquí hay que trabajar con comités interdisciplinares que hagan un seguimiento, que estén en relación con la institución pero no adentro, porque hay factores entrópicos que siempre producen una situación de favoritismos hacia ciertas apreciaciones, interpretaciones, nunca vamos a lograr una unidad total, pero creo que avanzaríamos un poco en eso.

Los marcos de referencia nacionales e internacionales. La profesionalización del trabajo museológico
Hacia 1984, un acontecimiento cultural relevante fue que, durante el gobierno de Alfonsín, se formó la Dirección Nacional de Museos, a cargo de la licenciada Mónica Garrido; una gran directora, conectada con el ICOM, con toda la formación y la dinámica de la museología contemporánea. Ella no sólo ayudó a distribuir desde esa dirección a todo el país la nueva teoría museológica y la metodología, sino también a cohesionar esa colectivad -o esa comunidad, mejor dicho-, de directores o de funcionarios de museos y a darnos una visibilidad, haciendo ver que éramos muchos, que nos encontrábamos con frecuencia, que existían referentes internacionales firmes y la posibilidad, inclusive, además de estar cohesionados en este amparo nacional, de poder, a partir de conocer ICOM, de pertenecer, según nuestra especialidad, a algunos comités internacionales. Yo diría que empezó para el país un momento importantísimo en cuanto a la profesionalización; existían ya los museólogos, porque existía la vieja escuela de La Plata, pero no estaba reflejado en la realidad de las orgánicas, de los funcionamientos culturales locales de cada provincia (sin presupuestos, sin cargos, etc.); entonces, esto le dio una fuerza nueva. Desde la Dirección trabajaron en Buenos Aires el primer concurso de cargos; lo exigieron, con estándares, y todo lo demás y eso fue lo que le dio un orden al Museo Nacional e introdujo toda la nueva nomenclatura, con sus respectivas funciones, que están más acordes a la dinámica de producción internacional que hoy ya es familiar. En términos locales, se hacía el Encuentro Nacional de Directores de Museos (ENADIM). Al momento del cierre de cada edición, se decidía cuál sería la próxima sede y así fue que cuando asistimos al de Puerto Madryn, propusimos a Córdoba la siguiente; a lo cual se accedió. Para nosotros fue una cosa valiosísima esta presencia, porque nuestra dificultad era que, si bien había una simpatía, un cierto «dejar hacer», no alcanzaba la dimensión que daba la Secretaría de Cultura y toda la superestructura a las necesidades concretas que tenía la gestión museológica. Mientras nosotros hiciéramos, con ingenio, y todo eso, se nos daba permiso; pero era difícil que ingresaran los recursos, salvo cuando los eventos estaban mediatizados por una institución nacional (algo que es muy común en la Argentina, en cuanto a los sistemas de legitimación). Así fue que, por ejemplo, conseguimos los fondos de contraparte de Fundación Antorchas para las mejoras edilicias en el museo porque primero habíamos conseguido el aval de esa institución, entonces, la Secretaría hizo su aporte. Cuando llegó la posibilidad de este encuentro, lo que queríamos era tener aquí a toda la comunidad museológica para que se viera la fuerza y la riqueza simbólica, el material que estaba en manos en el país de este tipo de profesionales, de modo que pudieran equipararse un poco las cuestiones, porque hasta ese momento (incluso posteriormente), por ahí se sigue pensando que un buen director de hospital es siempre un muy buen cirujano; y que alguien va a ser buen director de un museo de arte si es un muy buen artista, pero esto no es así. Hubo todo un proceso previo muy aceitado; el equipo de la Dirección Nacional de Museos (que conocía esta situación) era impresionante en su operatividad; sabían cómo ir conquistando espacios en la política local; ellos habían desarrollado incluso ciertas técnicas de diplomacia para hacer esa embajada, porque no era fácil. Y así, sumando gente, se pudo llegar a la situación local, en la que por ejemplo también es importante destacar la participación de Mónica Gorgas, directora del Museo de Alta Gracia (museóloga), que retrasmitía lo que ocurría aquí hacia el nivel nacional, para que ellos pudieran adaptarse a la circunstancia. Muestro esto así, un poco dramáticamente, para señalar que estas memorias que estamos construyendo, tenemos que visualizarlas de vez en cuando en macrovisión y en sus dificultades, complejidades, encuentros e incursiones sectoriales, jurisdiccionales, interdisciplinarias, entre lo nacional y lo local, porque es en ese tejido social tan complejo donde se producen estas evoluciones y definiciones institucionales.
Un factor que también hay que examinar (algún día investigaciones futuras lo verán más a fondo), es cómo se daba el imaginario «museo» al momento en que nosotros tomamos la gestión, y sobre todo el de este museo (el museo cabecera de la provincia), que estaba altamente significado desde las élites, que manejaban un repertorio de experiencias y de información de muchas visitas a Europa, de alta frecuencia de visitas al Museo Nacional de Bellas Artes; es decir, cómo tenían significado a este museo y cómo hubo que abrir un espacio para todas estas otras experiencias que hemos contado, con los jóvenes, etc. Ese cruce conflictivo, sin embargo, creo que fue el que posibilitó una movida que amplió un poco las posibilidades de inserción social del museo y que tuvo en el tiempo (eso puede verse históricamente, en las historia de las gestiones), también retracciones; porque la gestión posterior fue (al menos desde mi perspectiva), una retracción y después, la gestión de Daniel Capardi volvió a retomar algo que venía abriendo la gestión de Carlos Matías Funes […].

La colección y sus posibilidades de crecimiento
Es bastante común que lleguen al museo familiares de un artista recién fallecido, herederos, y lo hacen en un momento crítico, porque además de la pérdida afectiva, del duelo, está este gran patrimonio que ha sido razón de vida de quien se ha ido, y que los familiares, en un primer intento, acercan al museo. Pero a veces los paquetes son grandes, y la cantidad de obras sería imposible de aceptar. Y esto toca a un punto que fue debatido -algo que no existía-, que es el perfil de las colecciones. Si bien el Museo Caraffa tenía su reglamento de conservación de obras, y estaban categorizadas (cuáles podían salir y cuáles no, etc.), no existía por el momento histórico y la conceptualización de la época, una verdadera reflexión sistemática sobre el perfil de colección de los museos. En 1988 por ejemplo, se inauguró el Centro de Arte Contemporáneo; y si bien esa colección tenía la impronta de la donación hecha por Antonio Seguí (incluía también a los premios de la colección Renault, antes en custodia en el Museo Caraffa); indudablemente no existía un espacio donde debatir técnicamente esto. Y eso en gran parte está cruzado con ciertas pasiones locales de quienes dirigen los museos, y a veces una incomprensión de ciertas cuestiones. Hay que tener en cuenta muchos factores, porque tampoco se puede simplemente especializar a un museo en determinado período o técnicas… y después resulta que puede haber (ojalá no suceda) un incendio, y toda la provincia se queda sin nada. Entonces, hay que ver cómo estudiar esa situación técnica para evitar repeticiones e ir produciendo crecimientos que organicen la política de incremento de colecciones, de adquisiciones. Hasta ese momento teníamos lo que entraba por premios del Salón de Córdoba y después de Pro Arte (que la fin de cuentas reflejan la época, aunque de un modo bastante aleatorio) y después estas donaciones de familiares de artistas. Pero lamentablemente fue un período donde, lejos del ánimo de la superestructura que nos conducía, y de nosotros, estaba la posibilidad de hacer una política concreta. Así que eso sí se debatió (alguna vez lo hemos hablado con la conducción del Genaro Pérez, del Centro de Arte Contemporáneo); había una necesidad de hacerlo. Y no creo que haya sido muy debatido todavía, sino que el paso posterior histórico, fue la decisión de llevar parte de la colección al Ferreyra pero no estoy totalmente convencida que esto esté desarrollado sobre bases conceptuales; creo que es más sobre usos y costumbres y sobre una forma de emplazamiento de material, pero, lamentablemente, ese tipo de desplazamiento de colecciones (o de nuevo emplazamiento) le resta a la institución receptora la posibilidad de considerar el trabajo de su propia historia. […]

El museo y sus vínculos con otras instituciones culturales. La incorporación de nuevos lenguajes artísticos
La conexión del museo con la universidad se daba, en primer lugar, en la medida en que muchos jóvenes que trabajaban aquí estaban todavía haciendo sus tesis. En segundo lugar, porque había gente que colaboraba, como el arquitecto Freddy Guidi, que puntualmente dedicó mucho tiempo de su vida, de su obra, de su profesión, al tema del patrimonio y que además se caraterizaba por tener muy buena relación con los alumnos de la facultad. Trabajamos también el diseño gráfico, que venía intentado instalarse ya desde 1982, con un experimento con la universidad, porque también ahí estaba surgiendo ese tema. Se hablaba entonces de grabado, de esto y lo otro, pero eran las disciplinas nuevas como la fotografía, las que estaban apareciendo. Así surgió (no recuerdo exactamente el año), primero como una iniciativa externa, pero que luego terminó en el museo, la Fototeca de la Provincia. En Buenos Aires, funcionaba en esos años la galería de fotografía del Teatro San Martín, que era un espacio donde exhibían los fotógrafos más importantes del momento; esa idea fue tomada por una persona que advirtió que se necesitaba un espacio así en Córdoba; entonces decidimos que ese espacio fuera, con continuidad, la salita que teníamos en el subsuelo del museo. Así es que ahí se hicieron con regularidad las muestras durante mucho tiempo. En un principio el museo sólo recibía el material, pero después empezamos a colaborar en la producción y al ver que ya estaba instalada la posibilidad, también invitábamos nosotros directamente a los fotógrafos.
En el caso de las exposiciones que se hicieron por intermedio de los institutos culturales extranjeros, por cuestiones de conservación y condicionado por las leyes de protección de patrimonio de otros paises, prácticamente todo el material que vino (por ejemplo de Alemania, también de Francia), fue en soporte papel. Durante la gestión de Funes, un caso sumamente excepcional, fue la exposición de la Cinzano Glass Collection,[4] nada menos que cristales de antes de Cristo… (era una clase universitaria de embalajes, había inclusive embalajes de plomo). Entonces, la fotografía, al igual que el diseño gráfico y todo el arte sobre papel, era la oferta internacional. Pero por otro lado, la fotografía estaba en el medio; era una necesidad real y no hay que olvidar una larga historia del museo con el cine. Es decir, se estaba tratando de incorporar otros lenguajes.

Balance personal y profesional de los años de gestión
La línea de tiempo[5] que ustedes empezaron, creo que refleja en parte las intenciones relevantes que hubo. En cuanto al balance mío -y digo algo que puede sonar un poco torpe-, creo que cometí el mismo error que Angeloz: decir que Córdoba es un isla. Entiendo que puedo usar la metáfora porque por más que se trabajó mucho hacia el medio, hubo después un proceso de descomposición de parte de esas construcciones que se hicieron acá, y ahora, con más distancia, se nota que de nuevo están. Entonces, pienso que en ese proceso nuestro error estuvo (y se hizo especialmente evidente cuando nosotros no pudimos festejar el aniversario del museo con el proyecto interactivo) en no ver que no se puede hacer crecer una institución demasiado si el contexto no acompaña. Esa es una lección que yo aprendí. Aunque puntualmente alguien recuerda, nos cuenta, que se tomaron ciertas líneas de trabajo, para haber aprovechado mejor todo el esfuerzo que se hizo, capitalizándolo hacia el futuro, creo que el problema estuvo ahí. De modo que por eso insisto en que conviene trabajar la evolución conceptual y compartir la información, los datos de archivo, etc., simultáneamente con otros espacios, no tanto hacia adentro de la institución porque si no, después está ese problema.
Respecto a cómo talla en mi vida, en mi historia biográfica el museo, fue para mí una cosa maravillosa que, siendo estudiante de arte, ya pudiera estar trabajando acá. Eso me dio una visión, un contacto con los artistas…, aprendí mucho con todos ellos. Y fue así, el hecho de empezar a trabajar acá, lo que me hizo interesar más en la administración pública, la gestión cultural, la museología. Fue muy lindo también poder trabajar en equipo. Comparativamente, cuando uno trabaja en sedes más grandes como Secretaría de Cultura, aunque también se trabaja en equipo, es diferente. El museo siempre tiene esa sensación de convertirse como en una casa; toda la casa tiene un misma misión, no está tan diversificada, entonces eso hace que uno pueda adoptarlo, sin amenaza a su identidad y eso ha sido mi vida también… y ahora que cumple cien años me parece bárbaro, me parece muy importante que haya equipos que ya vienen como más mentalizados, porque nacen en una ciudad que ya tiene una red museológica más desarrollada, de por sí; ya son como gestores o usuarios más informados, lo nuestro fue más pionero…, si se quiere.


[1] Se refiere a «Realidad y Utopía. Arquitectura del Museo Caraffa», presentada en 1991. La exposición proponía una reflexión sobre el museo a partir de su arquitectura, que abría la posibilidad de pensarlo en relación a la ciudad y sus habitantes. [N. E.]

[2] La muestra se presentó en 1990 en el Museo Caraffa. Incluía diseños realizados por computadora, a partir de sistemas dinámicos complejos [N. E.]

[3]Se refiere a «Emilio Pettoruti – 8 obras de la colección», exposición presentada en el Museo Caraffa en 1994.

[4] La exposición «Historia de los cristales antiguos» (Cinzano Glass Collection), se presentó en el Museo Caraffa en 1979.

[5] La referencia corresponde al trabajo realizado para la exposición «Notas desplegables – Museo Caraffa 100 Años», inaugurada en marzo de 2014.


*Entrevista realizada por Florencia Ferreyra, Museo Caraffa, abril 2014 (adaptada para la versión escrita).


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